

Por Frank Valenzuela
Presidente CEBAMDER
Manzanillo, Montecristi. La comunidad exige al director ejecutivo de INAPA y al presidente de la República cuatro medidas concretas y urgentes: Puesta en marcha inmediata del sistema construido, acuerdo formal de caudal asignado, un nuevo modelo de gobernanza hídrica, cambio urgente de la tapa metálica del tanque elevado
El Imperio Bananero y su red perfecta: el acueducto de la Grenada Company
Cuando la subsidiaria de United Fruit desembarcó en la Bahía de Manzanillo a mediados de los años 40 no solo sembró banano: construyó una moderna ciudad industrial, al estilo de cualquier ciudad de EE. UU., con agua las veinticuatro horas. Dos bombas de 40 L/s extraían líquido de la laguna Saladilla, lo aireaban, filtraban y cloraban antes de enviarlo por una línea de acero de ocho pulgadas hasta un depósito de hormigón de 600 m³ en “El Cerro”. La presión alimentaba casas, talleres, puerto y hospital; los bateyes recibían hidrantes cada doscientos metros. El agua, dicen los archivos sanitarios, podía beberse “directamente de la llave sin temor”.
El servicio era tan estable que el club social, el campo de golf y las locomotoras refrigeradas dependían de él sin generadores de respaldo.
Bajo aquella infraestructura se forjó un modelo urbano poco común en la región del Cibao: todas las viviendas de personal contaban con baño interior, un lujo impensable en pueblos vecinos. El suministro continuo atrajo médicos, técnicos, profesores y profesionales de todos los niveles, generando el índice de alfabetización más alto del noroeste durante los años 50.
La eficacia del sistema radicaba en una operación vertical: la compañía controlaba desde la captación hasta el cloro; cualquier avería se resolvía en horas con repuestos importados. Esa hegemonía técnica explica por qué la población recordaría la era bananera como la única etapa en la que “el agua sobraba” y la fiebre tifoidea quedó prácticamente erradicada.
Del esplendor al abandono: la retirada de la empresa y el primer golpe al acceso confiable al agua
La retirada definitiva de la Grenada Company en 1966 dejó el acueducto intacto, pero sin dueño responsable. Durante la década siguiente, el Estado se limitó a operar las bombas sin presupuesto de renovación ni corrosímetro; las tolas interiores del tanque comenzaron a oxidarse, las válvulas se trabaron y la tubería costera se agrietó por la intrusión salina. Lo que había sido un símbolo de modernidad se transformó en un sistema frágil que funcionaba solo cuando el operador encontraba repuestos de segunda mano.
El vacío empresarial también diluyó la cultura de mantenimiento preventivo: los registros de operación diaria se perdieron y la cloración pasó de continua a esporádica. A finales de los 70, los análisis del Ministerio de Salud detectaron coliformes en el 40 % de las muestras, síntoma de un declive acelerado.
Paradójicamente, el puerto y la línea férrea —herencia directa de la bananera— siguieron activos para banano y otros productos menores; la incapacidad de sostener el acueducto mostró la desconexión entre renta aduanera y servicio público.
Sed desde Laguna Saladillo: la supervivencia antes de la Línea Noroeste
Durante los años setenta, el otrora orgullo hidráulico de la Grenada Company se convirtió en una reliquia herrumbrosa que goteaba cada vez que el reloj marcaba medianoche. Manzanillo bebía, literalmente, de una nostalgia que ya no respondía a reparaciones improvisadas: la tubería de ocho pulgadas que unía la laguna Saladilla con “El Cerro” era un cordón umbilical corroído por la sal, y cada fisura obligaba a suspender el servicio durante días. En cada interrupción, la escena se repetía con metronómica crueldad: mujeres y escolares cruzando las calles y callejones con cubetas vacías, rumbo a cualquier lugar donde se encontrara el preciado líquido que, al amanecer, mostraba la iridiscencia del cloruro en la superficie. El agua sabía a óxido y resignación, pero era lo único disponible.
El barómetro de la tragedia se disparó en 1983, cuando la sequía más intensa de la década vació a la laguna Saladilla hasta dejar al descubierto antiguos troncos petrificados. Los ingenieros de INAPA —con más fe que recursos— decretaron un “racionamiento solidario”: dos días de agua por semana, seis sin una gota. El anuncio, hecho por altoparlantes en los sectores de Manzanillo, provocó un éxodo silencioso hacia la construcción de cisternas privadas construidas sin estudios; en un mes, la conductividad se duplicó y los análisis bacterianos revelaron un cóctel de Escherichia coli y sales disueltas que convertía cada sorbo en una ruleta gastrointestinal.
Frente a la pasividad estatal, el Ayuntamiento ensayó soluciones de trinchera: repartió hipoclorito en botellas de ron recicladas y movilizó brigadas vecinales para desarmar, con llaves inglesas prestadas, los filtros de presión instalados cuarenta años antes. Sin repuestos originales, las bombas gemelas de la estación funcionaban gracias a rodamientos de camiones Mack y lubricantes para motores de pesca. Cada domingo, un mecánico voluntario afinaba los ejes a golpe de lima; a veces lograba dos días de operación continua, suficientes para llenar a medias el depósito y renovar la esperanza.
La factura sanitaria no tardó en llegar. El pequeño hospital —antiguamente de la compañía y ahora en manos del Estado— registró picos de gastroenteritis que desbordaron sus doce camas. Las enfermeras, sin agua corriente en los lavabos, volvieron a hervir cubetas con resistencias eléctricas como en 1930, describiendo con amargura un viaje atrás en el tiempo: “Volvemos a encender hornillos para esterilizar jeringuillas”, confesaba la jefa de enfermeras a un diario nacional. Así, mientras el país celebraba la modernidad eléctrica y la expansión turística, Manzanillo sobrevivía a base de baldes, hipoclorito y rezos, demostrando que la sequía más letal no es la climática, sino la sequía de voluntad política que condena a un pueblo a beber pasado industrial en lugar de futuro.
Población, demanda y cansancio hidráulico
Los censos oficiales muestran 6 285 habitantes en 1970; proyecciones basadas en tasas provinciales sitúan la población en torno a 8 000 en 1980 y 9 100 en 2010. Con una dotación estándar de 150 L diarios, la demanda pasó de 940 m³/día a 1 365 m³/día, mientras la oferta real nunca superó 800 m³/día. La brecha se abrió justo cuando el viejo sistema entraba en decadencia; la crisis de suministro quedó servida.
Detrás de los números hay un fenómeno demográfico: la migración interna atrajo obreros cañeros haitianos y comerciantes de la región y el país, elevando la densidad urbana sin expansión de redes. Cada nueva vivienda se conectaba “al ramal más cercano”, aumentando la pérdida por conexiones empíricas.
El resultado fue una presión que caía a cero antes de medianoche y cisternas privadas que convertían las calles de la comunidad en una maraña de mangueras, evidenciando el agotamiento estructural del acueducto heredado.
La promesa de una tubería de 32 pulgadas: el acueducto ALINO y su espejismo
Para escapar del cerco salino se concibió en 1986 el Acueducto de la Línea Noroeste (ALINO): una conducción de 32 pulgadas y 107 km desde la presa de Monción hasta Dajabón, con un ramal hacia Manzanillo. La obra se vendió como la solución definitiva: agua de montaña, clorada en planta moderna, capacidad suficiente para el crecimiento industrial.
Entre 1987 y 1993 se soldaron los tubos, pero nadie sustituyó la red urbana de fundición de los años 40 ni añadió tanques de reserva. El alivio inicial se evaporó con las primeras fugas: medio siglo de corrosión empezó a drenar la presión nocturna.
El proyecto ignoró la topografía local: sin un regulador de cabecera, la presión diurna superaba los 6 bar y reventaba codos viejos; por la noche, cuando se cerraban válvulas en Dajabón, el caudal era insuficiente para llegar a los barrios altos.
ALINO terminó siendo un bypass caro: enviaba agua a granel, pero no resolvía la micrologística. A los pocos años, Manzanillo comprobó que la tubería gigante necesitaba tanques intermedios y sectorización —etapas que nunca llegaron por recortes presupuestarios.
La década de los golpes: huracán, sequía y cisternas
El 22 de septiembre de 1998, el huracán Georges tumbó un tramo crítico de ocho pulgadas en Copey; Manzanillo estuvo casi tres semanas sin suministro y se inauguró la costumbre del camión cisterna. El pueblo se habituó, de la noche a la mañana, al sonido de las bocinas que anunciaban la llegada del agua a cuentagotas y a la fila de cubetas que serpenteaba por las calles polvorientas. Aquella crisis meteorológica marcó un antes y un después: el agua dejó de considerarse un servicio público confiable y pasó a ser un bien de emergencia, gestionado entre prisas y botes de cloro donados por organizaciones humanitarias.
En 2003, otra sequía obligó a INAPA a girar válvulas: 24 horas de agua cada cuatro días. Mientras el termómetro superaba los 38 grados, los altavoces municipales repasaban un calendario de distribución que pocas veces se cumplía. Los barrios altos aprendieron a llenar tanques plásticos o resignarse a bañarse con cubeta; los barrios bajos, menos castigados por la topografía, se convirtieron en escenarios de peregrinación para quienes buscaban un chorro de presión aceptable. La convivencia pacífica se tensó: en las madrugadas se oían discusiones por el derecho a conectar una manguera extra y los inspectores locales eran recibidos con recelo, acusados de cerrar llaves por favoritismo político.
Cada evento climático dejaba cicatrices sin reparar: las soldaduras de emergencia redujeron el diámetro útil y generaron bolsas de aire que provocan golpes de ariete hasta hoy. Los operarios, sin planos actualizados de la red, abrían zanjas a ciegas, sustituyendo tramos centenarios con tubería de PVC más delgada que la original. Ninguna de esas intervenciones incluyó válvulas de purga ni ventosas, de modo que cada tormenta posterior aumentó la posibilidad de una nueva fractura. En los informes internos de INAPA, las alertas de “pérdidas estructurales” se acumularon sin respuesta presupuestaria, víctimas de la lógica del parche.
Las cisternas privadas comenzaron a incrementarse en menos de un lustro, marcando la privatización silenciosa del acceso. Empresarios y políticos locales vieron una oportunidad de negocio donde la institución veía un problema y comenzaron a importar camiones de segunda mano desde Miami; los rotularon con nombres sonoros —“Aguas del Noroeste”, “H2O Urgente”— y los estacionaron frente a los colmados. Cada viaje, pagado en efectivo, burlaba la tarifa oficial y consolidaba una economía gris que premiaba la escasez. La frontera entre lo público y lo privado se disolvió: el mismo líquido que debía llegar por tubería pasó a venderse con margen de ganancia, reforzando la sensación de abandono estatal.
El costo social se disparó: una familia podía gastar hasta RD$ 1 200 mensuales en agua comprada —más que la tarifa eléctrica—, consolidando la paradoja de pagar dos veces por un servicio esencial. Ese desembolso equivalía, para muchos hogares, al presupuesto de alimentos de una semana o al material escolar de todo un semestre. Las mujeres empezaron a priorizar el agua para cocinar sobre la higiene personal; los niños se ausentaban de la escuela los días de reparto porque debían ayudar a cargar cubetas. Así, la década trajo algo más que tuberías rotas: consagró la desigualdad líquida, una brecha que todavía hoy divide a Manzanillo entre quienes pueden comprar agua y quienes sobreviven con lo que el cielo o la suerte les concede.
Tanques que revientan y válvulas que estrangulan: la era de las raciones desde Dajabón
El ramal que alimenta a Manzanillo se controla desde la oficina de INAPA en Dajabón; allí se decide cuánto caudal entra en la derivación. Con su propia ciudad en crecimiento, los operadores priorizan “aguas arriba” y abren la llave hacia Manzanillo solo cuando la presión lo permite. La comunidad lo llama “estrangulamiento técnico”: un día de agua, seis de espera.
Ese poder de grifo —monopolizado por la oficina provincial de INAPA— se ejerce físicamente en Copey, donde una simple palanca determina si el agua viaja nueve kilómetros más hasta la bahía o continúa completa a irrigar avenidas recién asfaltadas en Dajabón. El resultado es un apartheid hidráulico: la provincia con dos sistemas de abastecimiento regula el flujo del único ramal que llega a un municipio fronterizo sin fuentes propias. Cada vez que falta presión, la orden es cerrar la derivación; nunca al revés.
Las actas de reunión de la Mesa de Agua 2014 revelan que Dajabón dispone de dos fuentes alternativas y aun así recibe el doble de caudal per cápita que Manzanillo. Ningún memorando explica la priorización; es, sencillamente, poder hidráulico. En los correos internos —filtrados durante la crisis de 2021— se lee la frase “primero asegurar la cabecera”; la cabecera, claro, es la ciudad donde están los despachos, no la comunidad costera que soporta el turismo industrial sin duchas.
El desequilibrio se palpa en el paisaje: mientras los jardines de hoteles en Dajabón muestran césped raso y aspersores girando al atardecer, los patios de Manzanillo se llenan de bidones azules alineados como soldados sedientos. La ecuación es grotesca: una válvula cerrada en Copey significa que un niño no podrá lavarse las manos en la escuela, pero permitirá que en hoteles, casas de potentados, luzcan verdes para el visitante que nunca sabrá de la sequía ajena.
El esquema perpetúa desigualdades: mientras hoteles de Dajabón presumen riego ornamental, escolares de Manzanillo cargan cubos antes del amanecer para poder lavarse las manos en la escuela. La paradoja se agrava con cada excusa técnica: si la presión baja, se pide paciencia; si la bomba falla, se culpa al presupuesto. Lo que nadie admite es que la sed de Manzanillo nace, sobre todo, de una decisión política diaria: girar la manivela en Copey hacia un lado u otro.
Explosión de acero y quince días de sequía total
El 15 de septiembre de 2016, el fondo de uno de los dos viejos tanques superficiales —uno reparado sin recubrimiento epóxico— cedió como una lata de refresco: mil metros cúbicos salieron en cascada, arrastrando tierra y dejando al pueblo sin reserva. Quince días seguidos de camiones cisterna pagados por el Estado mostraron lo cerca que estaba la línea entre precariedad y desastre. Las imágenes de la torrentera oxidada corriendo por las calles dieron la vuelta a Manzanillo: una comunidad costera rodeada de agua salada, pero sedienta de agua dulce, contemplaba incrédula cómo su única reserva se vaciaba en cuestión de minutos.
La onda de choque fue más social que hidráulica. Vecinos que nunca se habían organizado para protestar cortaron la carretera que conduce a Monte Cristi y Dajabón con troncos y neumáticos; exigían respuestas, no promesas. Las escuelas cerraron por falta de higiene, los comercios redujeron horarios y la policía tuvo que escoltar los camiones cisterna para evitar altercados en los puntos de reparto. De noche, los barrios altos olían a plástico quemado de las fogatas con las que las familias hervían el agua recogida durante el día.
La emergencia movió promesas rápidas: INAPA anunció un plan de contingencia que incluía tanques portátiles y recubrimiento interno; solo llegaron dos camiones flexibles que nunca se usaron por falta de soportes. Los funcionarios se hicieron la foto con los depósitos todavía empaquetados en celofán industrial; al día siguiente, la improvisada carpa de prensa se desmanteló y los tanques quedaron apilados detrás del destacamento militar, oxidados sin estrenar al cabo de seis meses. Era la versión criolla del “para la foto” que tanto indigna a los manzanilleros: un anuncio ruidoso, una ejecución muda.
El episodio demostró también la ausencia de planes de riesgo: ni alarma comunitaria ni protocolo sanitario; muchas familias almacenaron agua sin clorar y se registraron una gran cantidad de casos de diarrea aguda en la semana siguiente, según el área de salud. El hospital, ya de por sí maltrecho, improvisó una unidad de hidratación oral con toldos donados por la Defensa Civil. Mientras tanto, los precios del botellón se duplicaron y las farmacias agotaron las sales de rehidratación, un lujo en un municipio donde el ingreso promedio apenas rebasa los RD$ 9 000 mensuales.
La crisis dejó expuesta la arista más dolorosa del abandono: la falta absoluta de rendición de cuentas. Nadie explicó por qué el tanque se había reparado sin epoxi; nadie presentó un cronograma de reconstrucción; nadie indemnizó a las familias que perdieron electrodomésticos bajo la oleada de óxido. Varios años después de aquel fatídico hecho, la comunidad aún espera un informe técnico que detalle responsabilidades y garantías. Sin ese mínimo gesto de transparencia, el cilindro que estalló en 2016 seguirá recordando que la frontera entre servicio público y desastre está a una soldadura mal hecha de distancia.
El megatanque varado: millones enterrados y cero metros cúbicos entregados
INAPA respondió firmando en 2017 un contrato de RD$ 34.7 millones para rehabilitar un depósito metálico nuevo de 1 000 m³. Las planchas y la soldadura se terminaron en 2018; las adendas elevaron el costo a RD$ 43.6 millones en 2023; la obra figura “concluida” en los informes oficiales. Sin embargo, continúa fuera de servicio: falta energizar las bombas de carga, instalar la telemetría y hacer la prueba API 653. La válvula de entrada permanece sellada; el pueblo ve un cilindro gigante oxidarse a la intemperie mientras siguen llenando cubetas.
El proyecto se concibió con un objetivo simple y urgente: garantizar 24 horas de reserva para estabilizar la presión nocturna y reducir un 30 % las pérdidas por rebose. Las especificaciones hablaban de un tanque cilíndrico de chapa ASTM A36, techo cónico autoportado, recubrimiento epóxico de tres capas, escalera exterior, pasarela de inspección, macromedidor magnético y sensores de nivel ultrasónicos enlazados por GPRS al centro de control regional. Dos bombas de 37 kW debían impulsar el agua desde la derivación principal y llenar el depósito en seis horas, cubriendo picos de demanda industrial.
La ecuación financiera parecía robusta: con un costo final de RD$ 43.6 millones y una vida útil proyectada de 30 años, el tanque debía amortizarse en ocho mediante ahorros en alquiler de cisternas y reducción de fugas. Hoy ocurre lo contrario: cada mes sin puesta en marcha cuesta al Ayuntamiento unos RD$ 350 000 en camiones de agua, cifra que ya supera el 20 % del valor del proyecto. Esa sangría contradice cualquier criterio de eficiencia presupuestaria y revela un problema menos técnico que político.
¿Por qué el cilindro sigue seco? Los informes internos señalan cuatro cuellos de botella: (1) la línea de media tensión que debe alimentar las bombas espera un acuerdo con EDENORTE desde 2022; (2) la licitación para la telemetría quedó desierta porque los pliegos exigían un fabricante único; (3) la prueba API 653 se ha pospuesto tres veces por “indisponibilidad de inspector certificado”; y (4) la recepción definitiva depende de un seguro de obra que expiró en 2020 y nadie ha renovado. Todas son gestiones administrativas cuyo costo se estima en menos del 2 % del presupuesto original, según un estudio del Colegio Dominicano de Ingenieros.
El calendario oficial promete arrancar el sistema “antes de que termine 2025”, pero el escepticismo reina en la bahía: ya van siete plazos incumplidos. Cada día que pasa, la corrosión avanza un milímetro más y la confianza de la comunidad retrocede un kilómetro. El megatanque debía ser el símbolo de un nuevo ciclo hídrico; se ha convertido en un monumento al inmovilismo, recordando que el agua no solo puede perderse por fugas, sino también por la inercia de quienes deben abrir la llave.
Una demanda que se dispara y una oferta que se achica
Tres proyectos concentran obreros y técnicos en la bahía: la ampliación del puerto, dos centrales de generación a gas y un parque logístico. El alquiler de habitaciones creció 22 % entre 2021 y 2024; el censo preliminar de 2022 registra 6 046 residentes, pero los fines de semana la población flotante supera los 9 000. Cada turno de construcción requiere duchas, comedores y lavanderías que el sistema actual no puede abastecer.
Los estudios de impacto de las nuevas plantas energéticas prevén picos de 1 500 m³/día adicionales durante pruebas; hoy la red apenas entrega 600 m³/día en promedio. La brecha energética-hídrica amenaza con retrasar cronogramas millonarios.
La ecuación es sencilla: sin tanque regulador, la línea ALINO no puede sostener simultáneamente la demanda doméstica y la industrial; la expansión económica podría naufragar en un grifo seco.
Las alarmas, sin embargo, no figuran en ninguna agenda pública. El Plan Maestro Manzanillo 2022 advierte que la demanda crecerá otro 40 % antes de 2027, pero el cronograma de obras hidráulicas sigue en “fase de estudio”. Los inversionistas extranjeros firman contratos de suministro eléctrico que dependen de agua para refrigeración, ignorando que cada metro cúbico extra se le resta a una comunidad que ya paga dos veces por un servicio que nunca llega con la presión prometida. Un polo de desarrollo que no resuelve su sed termina atrayendo capitales de paso y expulsando residentes permanentes: la paradoja de crecer sin agua amenaza con convertir a Manzanillo en la terminal seca de un puerto húmedo.
La paradoja de planificar desarrollo sin agua
El Plan de Desarrollo Municipal 2020–2024 identifica el agua potable como el primer tema crítico de una lista de 32 planteados y exige la construcción de un acueducto independiente para Pepillo Salcedo. Ese diagnóstico, avalado por talleres participativos en los que confluyeron juntas de vecinos, pescadores, clubes, agricultores, obreros organizados, iglesias y empresarios de la bahía, concluye que la carencia hídrica limita la salud pública, la inversión industrial y la retención de mano de obra calificada. En su capítulo de riesgos, el documento advierte que cualquier megaproyecto portuario “carecerá de sostenibilidad social” si no garantiza abastecimiento continuo antes de entrar en operación.
Con la misma lógica, el Consejo de Desarrollo del Municipio de Pepillo Salcedo elaboró una Agenda de Temas Críticos en la que la problemática del agua se mantiene, desde 2019, entre los cinco primeros puntos —por encima de desempleo y vivienda— y la define como “cuello de botella” para la expansión portuaria, energética y turística. Esa agenda fue presentada en julio de 2021 al presidente de la República: la comisión local suplicó “agua antes para atraer barcos”, subrayando que los proyectos anunciados duplicarían la demanda hídrica en menos de cinco años.
La paradoja se hizo visible cuando, cuatro años después, los barcos llegan con maquinaria para megaproyectos mientras los residentes almacenan agua en tanques de 55 galones. La Estrategia Nacional de Competitividad celebra la creación de un “hub logístico” en Manzanillo, pero el servicio domiciliario funciona dos veces por semana. Invertir en muelles sin invertir en tubería equivale a construir rascacielos sin escaleras: el discurso de modernidad descansa sobre un subsuelo seco y agrietado.
El contraste erosiona la confianza ciudadana. Cada inauguración oficial se brinda con botellas importadas porque la jarra local no es potable; las fotografías de ministros chocan con la imagen cotidiana de mujeres y niños cargando cubetas. La población percibe un divorcio entre planificación estratégica y realidad hídrica: se instalan grúas pórtico de última generación en el puerto mientras las escuelas del barrio La Playa carecen de agua para los lavamanos.
Tres años después de aquella reunión en Palacio, el agua no ha ingresado en la lista de partidas ejecutadas del presupuesto nacional. El Consejo de Desarrollo del Municipio, con su agenda de temas críticos, ha recordado al Gobierno que, sin un acueducto confiable, el “hub logístico” corre el riesgo de convertirse en un espejismo industrial sostenido por cisternas alquiladas. Manzanillo sigue esperando que la prioridad prometida se traduzca en tubería soldada, válvulas abiertas y un flujo continuo que, ahora sí, permita brindar con agua local al pie del futuro muelle de contenedores.
Manzanillo clama por agua: el megatanque olvidado que podría cambiarlo todo
En Manzanillo, norte fronterizo de la República Dominicana, la sed se ha convertido en rutina. Ducharse con cubetas, almacenar en tinacos y madrugar por una gota se ha vuelto cotidiano en un pueblo que, paradójicamente, alberga el proyecto portuario más ambicioso del Caribe. La comunidad no pide milagros, sino voluntad: que se energice de inmediato el megatanque de almacenamiento de agua potable construido hace más de cinco años y aún sin funcionar.
El técnico hidráulico Humberto Liriano, conocedor de primera mano del sistema, ha lanzado una voz de alerta que no puede seguir siendo ignorada. “La situación de escasez que vive Manzanillo no es nueva. Es un problema arrastrado por años y causado, en gran parte, por la falta de voluntad política. Aquí tenemos dos tanques de almacenamiento, uno de ellos con más del 90 % de su construcción completada, equipado con todas las tuberías necesarias. Pero sigue fuera de operación por una sencilla razón: la tapa metálica del tanque está oxidada y contamina el agua”, explica Liriano, quien asegura que podría ponerlo a funcionar en apenas cuatro horas si se sustituyera esa pieza crítica.
Los datos hablan por sí solos. Los 275 000 galones actuales no satisfacen las necesidades mínimas de la población. Con el aumento demográfico acelerado, impulsado por la llegada de nuevas industrias, plantas eléctricas y la expansión portuaria, la demanda ha crecido más de un 100 %. Y sin agua no hay desarrollo posible. “Promover turismo, industria y empleo sobre tierra seca es alimentar una ficción”, sentencia Liriano.
En ese contexto, la comunidad exige al director ejecutivo de INAPA y al presidente de la República cuatro medidas concretas y urgentes:
- Puesta en marcha inmediata del sistema construido: energizar las bombas, abrir las válvulas selladas, activar la telemetría y poner en funcionamiento los 1 000 metros cúbicos del megatanque durante el tercer trimestre del año.
- Acuerdo formal de caudal asignado: quitar a Dajabón el control unilateral del ramal de distribución y garantizar a Manzanillo un volumen proporcional a su crecimiento proyectado.
- Un nuevo modelo de gobernanza hídrica: implementación de una red dividida en zonas hidráulicas con horarios públicos, supervisión vecinal diaria, publicación de datos abiertos sobre presión y caudal, y capacitación técnica continua para el personal local de INAPA.
- Cambio urgente de la tapa metálica del tanque elevado, actualmente oxidada y responsable de la contaminación del agua, lo que impide su operación. Esta intervención permitiría habilitar el sistema completo en cuestión de horas.
Además, se solicita la habilitación de una línea de quejas técnico-operativa 24/7 y la publicación mensual de un informe de incidencias resueltas, con monitoreo ciudadano. Solo así se evitará que el agua de los hogares termine compitiendo con las tuberías industriales del puerto, las plantas de gas o el parque logístico. Ese circuito de retroalimentación —supervisado por la sociedad civil— garantizará que cada fuga o válvula cerrada tenga solución inmediata y verificable.
“Lo que falta no es infraestructura, sino decisión”, concluye Humberto Liriano. Mientras tanto, la comunidad sigue esperando que alguien, desde lo más alto del poder, abra por fin la llave del futuro.