

Por Darwin Feliz Matos
En la era digital, donde las redes sociales han democratizado la comunicación, es más urgente que nunca rescatar el verdadero sentido de la libertad de expresión. Hoy, cualquiera con un celular se proclama “comunicador”, “analista” o “periodista” sin tener ninguna formación, ni ética, y lo más grave: sin consecuencias legales.
La Constitución dominicana es clara. En su artículo 49 reconoce el derecho a expresar pensamientos e ideas sin censura previa. Pero también establece un límite: ese derecho no puede ejercerse a costa del honor, la dignidad ni la intimidad de las personas. Es decir, la libertad de expresión no ampara la calumnia ni la difamación.
Sin embargo, hemos visto cómo este derecho, fundamental para la democracia, ha sido secuestrado por voces que, en nombre de la «libertad», convierten la comunicación en un arma para destruir reputaciones, chantajear funcionarios, políticos y así desinformar a la población. Lo hacen desde cuentas anónimas, plataformas sin rostro o bajo el manto de una “opinión” que no resiste el más mínimo filtro ético ni legal.
Esto no es libertad. Es libertinaje.
Y lo más preocupante: algunos sectores del poder lo patrocinan. Funcionarios y figuras políticas pagan con recursos públicos a mercenarios digitales para que difamen a sus adversarios, incluso dentro de su propio partido. Esta práctica es no solo inmoral, sino peligrosa para la estabilidad institucional del país. Si el presidente Luis Abinader quiere defender la democracia con hechos y no solo con discursos, debe ordenar a los organismos de inteligencia y a la justicia que investiguen y sancionen a quienes financian estas campañas sucias, que atenta contra la democracia.
La comunicación debe ser una herramienta para educar, edificar y rendir cuentas. No puede seguir siendo un mercado negro de chantajes y odio.
Hoy, el periodismo serio —aquel que se estudia, se ejerce con rigor y se somete a la ley— es atropellado por pseudocomunicadores que entienden que tener más likes y visualizaciones es más importante que tener pruebas. Y lo más triste: una parte de la ciudadanía consume esa basura digital sin sentido crítico, creyendo que lo viral es lo verdadero.
Es lamentable cómo ha proliferado una clase de “comunicadores” y “analistas” que han convertido el oficio en una estrategia de chantaje disfrazada de opinión. Atacan a funcionarios no por convicción, ni por ética profesional, sino con el único propósito de ser llamados para “tomarse un cafecito” y, en ese encuentro, pactar silencio o buscar posicionamiento personal. No les interesa la verdad ni la rendición de cuentas; su verdadero objetivo es colocarse en la órbita del poder, aunque sea a base de presión mediática oportunista. Esta práctica, además de deshonesta, degrada el ejercicio comunicacional y desacredita a quienes de verdad hacen periodismo con responsabilidad.
Como dice una vecina con sabiduría popular: “el amor es ciego, pero los vecinos no”. Muchos creen que sus acciones se ejecutan bajo el más absoluto secreto, ignorando que la sociedad observa, analiza y entiende más de lo que imaginan. Lo que no ven estos personajes es que sus palabras, carentes de coherencia y credibilidad, ya no tienen ningún valor frente a una ciudadanía que, aunque calla, toma nota.
Si de verdad queremos proteger la libertad de expresión, debemos protegerla del libertinaje. Y eso implica actualizar leyes, aplicar sanciones, fortalecer la justicia y exigir responsabilidad a quienes comunican, sean periodistas, influencers o políticos.
La palabra es poderosa. Puede construir o puede destruir. Ha llegado el momento de decidir de qué lado estamos