

Por Ramón Peralta
Ese Sábado Santo, Esperanza se levantó de la cama sin recordar que era su cumpleaños número veintisiete. No sabía, como quien no sabe la hora exacta en que se le parte el alma, que había nacido un 23 de abril, en el ojo mismo de la tormenta más sangrienta de la década perdida. A las 12:13 del mediodía, una bala extraviada, disparada por el fusil de un militar con la mirada roja de odio, se incrustó en el pecho de Ramona, una mujer que cargaba en su vientre treinta y una semanas de vida.
Sus últimas palabras, entre gemidos y sangre, en la sala de urgencias de un hospital sucio como una cloaca, fueron un ruego apenas audible.
—Salven a mi bebé.
La niña llegó al mundo como si no quisiera hacerlo, con un llanto débil y el rostro marchito como flor seca. Cuarenta y siete días después, cuando el milagro parecía ya imposible, le dieron el alta. Nadie la reclamó. Nadie reclamó tampoco el cuerpo frío de Ramona, la mujer que murió sola, de un disparo en el pecho, ese fatídico 23 de abril de 1984.
Fue una enfermera de manos tibias y corazón enorme quien la acogió en sus brazos y le puso nombre: Esperanza. Porque había nacido en un escenario sin futuro, y aun así, respiraba. No la adoptó como quien adopta, sino como quien pare desde el alma. Con la complicidad de un amigo suyo. Príamo, empleado gris de la administración de un hospital infantil consiguió un papel que afirmaba, sin rubor, que había parido una niña el 9 de octubre de ese mismo año.
Al principio, Príamo se negó. Exigía una suma de dinero que la enfermera no tenía ni tendría nunca. Él solo debía escribir una mentira piadosa. Decir que ella había dado a luz. Pero cuando la desesperación llegó a sus rodillas, la enfermera le ofreció algo más poderoso que el dinero; silencio. Le hizo una oferta que Priamo no podía rechazar, le prometió que no lo denunciaría por traficar recién nacidos haitianos, por buscar vagabundos que firmaran como padres falsos, por ser parte de la banda que traía mujeres de Haití a parir en la República Dominicana. Príamo, que siempre había temido a las verdades con nombres propios, aceptó.
Esperanza creció hermosa, con una gracia que se manifestaba en su sonrisa limpia y en la forma majestuosa con la que caminaba. Quien la veía no imaginaba la otra vida que escondía, la del hogar sombrío donde su alma era arrinconada.
A punto de cumplir 27 años, ya era madre de tres hijos: un varón de diez, una niña de nueve y otro varoncito travieso de ocho. Trabajaba en una institución del Estado, y cada mañana preparaba el desayuno de su esposo e hijos, cocinaba la comida del mediodía y los llevaba a la escuela. En la tarde, un transporte pago los dejaba de vuelta en casa.
Su esposo, Marcelo Pérez Cuevas, era un hombre autoritario que comía con gula y mandaba con el gesto. Al llegar los niños de la escuela, les ordenaba comer y acostarse. Cuando Esperanza llegaba, encontraba la casa como un campo de batalla: juguetes por doquier, platos sucios, y el esposo dormido. Ella debía callar, limpiar deprisa y tener la cena lista y caliente cuando él despertara.
Los viernes, Marcelo salía a beber con sus amigos y regresaba de madrugada. A veces llegaba acompañado y despertaba a Esperanza para que cocinara espaguetis con carne, siempre había carne a las tres de la mañana. Los sábados eran para dormir la resaca, y ella, entre lavar ropa, cocinar y atender a los niños, apenas si respiraba. Los domingos planchaba hasta los calzoncillos de su despiadado esposo y se lavaba la cabeza para lucir bella cada lunes.
Ese Sábado Santo de 2011 despertó con el cuerpo roto y el alma hecha jirones. Juró que, a partir del 9 de octubre, cuando cumpliera sus 27 años (sin saber que su cumpleaños era ese mismo día), su vida sería otra. Había planeado descansar en Semana Santa, pero Marcelo, nacido en La Descubierta, un municipio del sur donde el machismo era ley no escrita, la obligó a acompañarlo al campo.
Allí, entre costumbres rancias y una suegra tenebrosa que trataba a las nueras como sirvientas, el viernes fue su calvario. Con la menstruación dolorosa, limpió la casa, sirvió bebidas a los más de veinte hombres de la familia, vigiló a sus tres hijos, fregó platos, y cuando intentó dormir, Marcelo, borracho, la penetró sin una palabra. Ella sintió que la violaban. Recordó entonces otro ultraje, más antiguo y más cruel.
A los 16 años, se había escapado con Marcelo —un hombre que le duplicaba la edad por una razón que jamás revelaría. El pastor Anselmo Pacheco, marido de su madre y su padrastro, le había arrebatado la virginidad. Le mintió a Marcelo, le dijo que un desconocido la había violado. Él la «perdonó», y desde entonces, ella fue su esclava devota.
Había soportado golpes por camisas mal planchadas, por cenas frías, por niños con raspones. Todo, porque él la había aceptado siendo una mujer usada, y por tanto, sin derecho a reclamar.
El lunes siguiente al Sábado Santo, compró un vestido hermoso para el almuerzo del Día de la Secretaria. Llegó a su trabajo con el uniforme habitual, y en la mochila llevaba su transformación. En el restaurante, los hombres quedaron embelesados: el vestido le quedaba como si el diseñador hubiera tomado sus medidas con una cinta celestial. Hasta la esposa del ministro la miró con admiración.
No pudo saludar al ministro, que estaba entretenido y bromeando alegre con un empleado que vestía una chabacana idéntica a la suya. Días después, aquel empleado fue ascendido. Al fondo, Esperanza vio a su jefa, la temida licenciada Miguelina, con el mismo vestido. Se acercó, sin saber que acababa de firmar su sentencia.
Miguelina se retiró llorando de rabia al ver una simple secretaria con un vestido similar al que ella tenía. Dos días después, Esperanza fue despedida sin explicación alguna. La humillación y el desempleo aumentaron la furia del marido, que ya mantenía un romance con una muchacha del barrio.
Sin empleo, sin dinero siquiera para comprar champú, volvió en silencio a la universidad. Matriculó en contabilidad en la universidad pública a escondida de su marido. Tomaba pocas materias para regresar a casa antes que Marcelo. Si el almuerzo no estaba listo, venían los golpes.
Temía dejarlo. Sabía que podría matarla. Hasta que el 9 de octubre de 2011, Marcelo se fue. Se fue con su amante, sin mirar atrás. Ella y sus hijos pasaron hambre, pero respiraron libertad.
Ahora, este sábado Santo de 2025, Esperanza contempla en la pantalla de su celular el ticket de vuelo a Miami, donde vive su hijo mayor. Por primera vez en cuarenta años, se promete vivir. Sus tres hijos, ya adultos y el mayor profesional, son su orgullo. Ella, contable con empleo estable, va a vacacionar.
La tragedia del Jet Set, donde murieron más de 230 personas la mayoría menores de cuarenta, la hizo reflexionar: sobre la fragilidad la vida y pensó que era momento de gozarla. Aquella noche soñó con la voz de su hijo diciéndole.
—Mami, goza la vida, que tu ha trabajado demasiado.
Por eso compró el pasaje, por eso se embarca en este viaje.
Lo que Esperanza no sabe es que su hijo no es mujeriego ni vive con una mujer en Brickell. Es homosexual, vive con un hombre dominante en la Pequeña Habana. Tampoco sabe que su hijo regresó al país el 7 de abril, y pensaba sorprenderla a las dos de la madrugada, al salir del Jet Set.
Lo que tampoco sabe y quizás no sabrá es que quien le escribe no es su hijo, sino su pareja, desde una computadora conectada a WhatsApp Web… y que su hijo está entre los cadáveres sin identificación, entre aquellos que nadie ha reclamado.